Esta mañana he necesitado releer a
Saramago. Me gusta Saramago en primavera aunque su prosa recuerde al Verano de
Vivaldi. Me gusta su forma de enramar historias. Me gusta tanto, que querría
aprender portugués para apreciarlo sin el filtro de Losada. Pero no lo hago,
cosas de haber nacido perezoso. Esta mañana he caminado descalzo y hambriento
hasta la estantería donde vive mi colección. Al extraer el “Ensayo sobre la
ceguera” se han caído las palabras al suelo. Acero y piedra, de golpe, pluma y
nube relamiendo el aire, jilgueros —en plural— y avión —en singular— han volado
por la ventana aprovechando que estaba entreabierta. Apresurado, he recogido el
resto para evitar fugas. Las he reinsertado avivadamente entre las páginas, al
batiburrillo, sin miramientos ni concierto. Lo curioso es que al leerlo, el
libro seguía teniendo sentido. Otro sentido, pero sentido al fin y al cabo. Por
un momento la tentación de registrarlo se ha apoderado de mí, pero bien mirado,
mi ídolo en persona —o en espíritu– me ha hecho un regalo exclusivo. He creído
desconsiderado compartirlo, así que he devuelto a la estantería el ejemplar
reconstruido y he salido a comprar uno nuevo para esperar la próxima primavera.
Con este microrrelato participo en ENTC en el mes de noviembre. El tema? La palabra inventada.